BEATO GIL DEL PUERTO DE SANTA MARÍA

(Andrés Soto Carrera)

(1883-1936)

 

Beato Fray Gil de El Puerto de Santa María, mártir capuchino. Nació el 29 de Junio de 1883, y bautizado en esta Basílica. Muere en Antequera (Málaga) el 6 de Agosto de 1936.

 

Los mártires son, hoy como ayer, todo un emblema para el cristiano, en cuanto que su fidelidad y su seguimiento de Jesucristo llegan a su culmen dando la propia sangre, como Jesús, el único que vivió poniendo de manifiesto que “nadie ama más que aquel que da la vida por los que ama” y que, al final de sus días, lo concretizó en estas palabras: “Nos amó hasta el extremo”.

 

Desde los primeros siglos del cristianismo, los mártires se convirtieron en puntos de referencia fundamentales de las nuevas comunidades: Pedro y Pablo en Roma, Ignacio de Antioquía, Ireneo de Lyon,; Policarpo de Esmirna; Perpetua y Felicidad, y, más tarde, Cipriano, en Cartago; Fructuoso en Tarragona; Eulalia de Mérida, Dionisio de Alejandría. Miles de cristianos fueron martirizados por su fe a lo largo de los tres primeros siglos. El martirio forjaba la verdadera unión con Cristo. La sangre constituía un verdadero bautismo que comportaba el perdón de los pecados; en la eucaristía estaba presente Cristo sufriente y por ello el martirio era eucaristía, en la que se bebe el cáliz de los sufrimientos de Cristo. La presencia de Cristo en el mártir ha constituido la experiencia carismática más importante de la Iglesia de los primeros siglos.

 

Cristo era la piedra angular de la Iglesia y los mártires se convirtieron en los testigos eminentes del seguimiento y de la fidelidad a Cristo. Marcaron fuertemente la vida de la Iglesia. Los cristianos consideraron el martirio como la confirmación de su incondicional entrega al Señor. Este ejemplo de coraje, de coherencia y de amor, se transformó en admiración e inspiración para el mundo pagano, tan necesitado de convicciones y de fidelidades fuertes.

 

Existen en la historia dos momentos particularmente importantes en los que el martirio ha revestido una especial connotación vital y social. En los primeros años de la vida de la Iglesia, los cristianos fueron especial y duramente perseguidos por no querer ofrecer sacrificios a los ídolos o por no querer ofrecer incienso al Emperador romano o por no reconocer la divinidad del Emperador, considerado como Dios y señor y Suprema autoridad del Imperio; las “Pasiones” de los mártires de estas primeras persecuciones son extensas y abundantes y en ellas encontramos descritos con caracteres, verdaderamente dramáticos, los más crueles suplicios a los que fueron sometidos aquellos cristianos, muchas veces grupos de cristianos, que no aceptaban otro Dios que el revelado y manifestado en Cristo Jesús.

 

El siglo XX marca otro momento, particularmente importante, en el que los cristianos fueron cruelmente perseguidos por no rendirse a los deseos de los Césares de turno, pero con una diferencia importante, mientras en los primeros siglos del cristianismo, al cristiano se le pedía rendir culto a los dioses de turno, ahora se trata de cancelar, de borrar totalmente el nombre de Dios de la vida del cristiano, de la vida del creyente y de todo lo que ello conlleve, huela o esté ralcionado con lo religioso: iglesia, conventos, monasterios, imágenes, curas, frailes, monjas y un largo etc. que sufrieron toda clase de vejaciones o fueron víctimas de las llamas o de los más crueles tratamientos. El martirio de estos capuchinos de Antequera es un ejemplo de todo esto.

 

Es cierto que el P. Gil del Puerto de Santa María, mientras era niño, crecía y jugaba o estudiaba serenamente en familia o servía como monaguillo en Sevilla, o estudiaba los primeros latines; una vez decidida su vocación, no podía imaginar que el final de su vida sería como el de uno de aquellos mártires de los primeros siglos cristianos, cuyas vidas conocería durante sus años de vida religiosa y cuyas “pasiones” lería e evocaría en las lecturas del rezo del Oficio Divino. Tantas veces meditaría sobre la pasión de Jesús, acontecimiento que estuvo salpicado de excesivo derramamiento de sangre y de una crueldad sin límites.

 

En plena bahía de Cádiz, situado al noroeste de la provincia, en al desembocadura del río Guadalete, a 6 metros de altitud del mar, está situado El Puerto de Santa María, provincia de Cádiz y diócesis de Asidonia-Jerez, con dos zonas bien diferenciadas. Una llana, ocupada por el Guadalete, sus marismas y la campiña, y otra formada por colinas de unos 40 metros de altura media, entre las que sobresalen las de la Sierra de San Cristóbal, con sus canteras de piedra.

 

Uno de los mayores atractivos del Puerto de Santa María son sus playas, de arena fina y dorada, verdadero paraíso para las prácticas náuticas. Urbanizaciones como Vistahermosa, Valdelagrana, el Buzo, el puerto deportivo Sherry, su privilegiada situación entre Rota, Sanlúcar, Jerez, Puerto Real, hacen del Puerto el centro neurálgico del arco de la Bahía y han convertido este lugar, durante el verano, en un verdadero paraíso para el turismo. Circundado por el Coto de Doñana, la Sierra de Grazalema, el Parque de los Alcornocales, el Campo de Gibraltar, hacen de El Puerto uno de los lugares más bellos por su entorno.

 

En este plácido y soleado rincón, bajo el tórrido sol del verano, en la festividad de san Pedro y san Pablo, un 29 de junio de 1883, nace en el Puerto Andrés Soto Carrera, nuestro futuro Beato Fil del Puerto. El 23 de septiembre del año anterior, moría en umbrete, Fray Joaquín Lluch y Garriga, cardenal arzobispo de Sevilla, a cuya archidiócesis pertenecía entonces El Puerto. Las campanas de la Giralda tocaron a muerto. Pero pronto llegaría a Sevilla un nuevo arzobispo. El 14 de febrero, de nuevo el repique de campanas, anunciaría el nombramiento de Ceferino González y Díaz Muñón, fraile dominico asturiano y obispo de Córdoba, como nuevo arzobispo de Sevilla. Buen aficionado a la pluma, caería bien a los sevillanos.

 

Los primeros vestigios de asentamiento en El Puerto de Santa María son los encontrados en los yacimientos de “El Aculadero”, del Paleolítico inferior y en las Arenas del Mesolítico. Importante es el descubrimiento, junto a la torre medieval de Doña Blanca, de un poblado fenicio, cuya cronología se sitúa entre los siglos IX y III a.C.

 

La leyenda atribuye la fundación de la ciudad a un caudillo ateniense –Menesteo—que, después de la guerra de Troya, fundó una ciudad que llevaría su nombre, el Puerto de Menesteo. En el año 711 los musulmanes se enfrentaron al ejército visigodo en la batalla de Guadalete. A partir de ese momento pasó a formar parte del territorio musulmán con el nuevo nombre de Alcanter o Alcanatif, que quiere decir Puerto de las Salinas. En 1260 Alfonso X conquista la ciudad a los moros y la llama Santa María del Puerto. En el s. XVIII pasó a manos de la corona. Antes, bajo el señorío ducal de los Medinaceli, conoce sus mayores días de gloria. Durante los siglos XVI y XVII El Puerto es invernadero y base de las Galeras Reales y sede de la Capitanía General del Mar Océano. De sus muelles salió la Santa María, nave que apatronaba Juan de la Cosa en el descubrimiento de América. El siglo de las luces con una importante actividad mercantil da paso, en la ciudad, a un siglo XIX lleno de avatares, marcado con la desamortización, las luchas y las revoluciones en la ciudad.

 

Con una tradición fuertemente marinera, El Puerto cifra su gastronomía en los productos del mar y en los vinos que duermen y envejecen en la quietud de las bodegas de El Puerto y que van desde el pálido y seco Fino, pasando por los olorosos y amontillados al azucarado Pedro Ximénez y sus Brandys.

 

El Puerto es uno de los vértices del triángulo geográfico de la zona del sherry. Allí vivía el matrimonio Andrés Soto y Genoveva Carrera. Cada tarde, Andrés llegaba sudoroso del sol y polvo de las faenas del campo. La madre de Andresín, Genoveva, era de las que pensaban que los niños vienen al mundo con un pan debajo del brazo. Sea o no verdadera esta famosa y elemental frase del pan debajo del brazo, lo cierto es que al pequeño Andrés le gustaría luego recordársela a todo el mundo. Nació el día de san Pedro, 29 de junio de 1883, un día bañado de luz y fiesta para la buena gente de este país que en ese día recuerda particularmente su amor al Papa.

 

El 26 de julio de 1883, recibió las aguas bautismales en la parroquia de Nuestra Señora de los Milagros, patrona de la ciudad, cuya fiesta religiosa y popular se celebraba el 8 e septiembre, en plena época de la vendimia. Y le pusieron una retahíla de nombres al gusto de la época: Andrés, Anastasio, Marcelo, Pedro de la Santísima Trinidad. Eso por si alguna vez se perdía. Sus padres lo vieron crecer juguetón y vivaracho, inquieto, pero siempre cumplidor de sus cosas, devoto y piadoso hasta el punto de querer ser monaguillo.

 

Por motivos de trabajo se trasladaron sus padres a Sevilla y allá caminó con ellos el pequeño Andres alcanzando en la ciudad de la Giralda su objetivo de ser monaguillo nada menos que en la célebre parroquia de Omnium Sanctorum. Allí entró en contacto con el mundo eclesiástico, con los llamados clérigos y con el mundo y ambiente de lo sagrado y de lo religioso y comenzó a conocer la Cogradía de la gloria de la Reina de Todos los Santos, que radicaba en aquella parroquia de la que era titular, y el ambiente y movimiento de las muchas Hermandades de la Semana Santa sevillana.

 

- ¿Qué vas a ser de mayor, Andrés?

- Quiero ser cura.

- ¿Tú cura? – reía Genoveva--¿Con lo travieso que eres? ¡A quién habrás salido…! ¿Cura tú?

 

Todos hacían fiesta con al ocurrencia y reían. Pero al pequeño Andrés se le veía espontáneamente aficionado a las cosas de Dios.

 

Es que quiero ser misionero, madre, y bautiza a los negritos –decía entre lágrimas–.

 

No te preocupes, hijo, no te preocupes, que un día lo serás. El recuerdo alegre de su madre le acompañó siempre hasta el final de su vida entregada a Dios a los pies de la Virgen Inmaculada, porque la evocaba “como si la estuviéramos oyendo todavía, serena, suave y amorosa” y nunca olvidaría la “voz dulcísima de nuestra tierna madre”, o su dedo cuando le señalaba la imagen de María en la parroquia.

 

Andrés fue a la escuela, como se acostumbraba entonces. Un hito importante de aquellos años será su confirmación, el 14 de septiembre de 1897, en la capilla pública de palacio, de manos del Arzobispo de la Diócesis el hoy Beato Marcel Spínola y Maestre. Luego ingresó en el Seminario Seráfico capuchino. Sincero y abierto, jovial y directo, no lo pasó mal entre sus compañeros.

 

Por aquellos años, finales del siglo XIX, en el verano de 1897 es asesinado Cánovas jefe del Gobierno. 1898… La noche del 15 de febrero de 1898 revienta en el puerto de la Habana el acorazado norteamericano Maine. Seguirían otras explsiones en cadena. Luego el congreso norteamericano aprueba que Cuba es independiente y exigen la retirada de España. El 23 de agosto es aniquilada la escuadra de Cervera en Santiago de Cuba. La gaceta publica los decretos de autonomía para Cuba y Puerto Rico. El año se cierra con el respiro de la paz en Filipinas.

 

Tras los estudios de humanidades, pasó al Noviciado vistiendo el hábito capuchino el 5 de julio de 1898, cambiando el nombre de Andrés por el de Fr. Gil según costumbre de la Orden, emitió su profesión simple el 27 de julio de 1899 y la solemne el 5 de enero de1905. Fueron los años en los que se forjó y maduró la vida religiosa de Fr. Gil del Puerto de Santa María; los años en los que estudió, analizó, profundizó, meditó, reflexionó, años en los que aprendió a ser y a vivir como capuchino y así viviría, coherentemente en el día a día de su vida religiosa hasta el derramamiento de su propia sangre. Coincidiendo con los primeros años e su vida religiosa hubo grandes cambios en la cúspide de la iglesia. El 20 de julio de 1903 moría León XIII. De los papas sólo dos llegaron a edad mas avanzada que él: San Agatón, que murió a los ciento veinte años, y san Gregorio que alcanzó los noventa y nueve.

 

A León XIII atribuyen en Roma aquella picardía con que respondió a quien le pronosticaba llegar a centenario: “¿Y por qué señalar límites a la Providencia?”. Lo más notable de León XIII fue la frescura de sus facultades mentales hasta última hora. Los cardenales eligieron para sucederle a Pío X, que será el Papa de la bondad, que nombraría cardenal secretario de Estado a un joven arzobispo español, Rafael Merry del Val.

 

Con los estudios de filosofía se fue forjando su mente y su corazón para adentrarse por los caminos de las ciencias sagradas, la teología y la sagrada Escritura, fue dando los pasos necesarios de las profesiones religiosas y los pasos previos de las órdenes previstas por la Iglesia antes del sacerdocio. Fue ordenado sacerdote el 21 de diciembre de 1907. Con el poeta gitano había que preguntarte en este día: “En qué morde t’han metío/ pa sacarte como nuevo?/ que tiene su mersé hoy/ el andar más pinturero,/ las manos de lirio blanco,/ los ojos de raso negro,/ los labios de filigrana, la cara de terciopelo,/ y er corazón jecho un ascua/ en la llama de tres fuegos/ “… “Uvas, sangre; trigo, carne…/ te lían en un misterio,/ que no puede sé de tierra,/ que tiene que sé de sielo,/ porque mis ojos no llegan/ a podé der tó leerlo”. El sacerdocio imprime carácter. El P. Gil lo sabía bien. Íntimamente repetía: “Estoy consagrado a ti, Señor, llevo impreso en el alma el carácter sacerdotal, que es un sello de tu mano poderosa, nunca podrá borrarse. Ahora, como en el cáliz o en el copón, Tú te dignas a reclinarte en mí”.

 

A finales del 1904 cae el gobierno de Maura y comienza un bailoteo de gobiernos a lo largo de dos años, hasta que en 1907 el rey llama de nuevo al mismo Maura. Canalejas y sus amigos están al acecho.

 

A los 24 años el P. Gil comienza su ministerio sacerdotal. En sus casi 30 años de actividad pastoral fue alternando cargos digíciles, demostrando una increíble disponibilidad y entrega para el trabajo, destacando en todo por su verdadera abnegación en el trabajo. Ocupó los cargos de Profesor y Director del Colegio Seráfico, Lector, Vicario, Guardián, Maestro de Novicios y por doce años Secretario provincial y Definidor Provincial. Una amplia gama que demuestra bien claro la madera de la que estaba hecho, la confianza de los superiores y su capacidad de sacrificio y de servicio. Vivió verdaderamente entregado a la observancia regular y a los trabajos que, sucesivamente, le fueron encomendando los superiores. “Era un religioso – dice de él el P. Jerónimo de Málaga – muy humilde, obediente, observante de la pobreza; tenía en gran estima el buen uso del tiempo y complía muy diligentemente con sus deberes a la hora de preparar las predicaciones o las clases”. “Con los seminaristas seráficos –declara el P. Angel de León– era muy amable y muy afable. Extraordinariamente puntual y diligente en sus deberes como profesor. Yo estaba con el P. Gil cuando lo llamaron para matarlo y pude observar que acogió la noticia con verdadera resignación y perfecto dominio de sí mismo”. Y el P. Sebastián de Villaviciosa dice de él que “siendo Secretario Provincial debería residir en Sevilla, pero estaba en Antequera por obediencia y para ser más útil a la Orden como Profesor”.

 

Pero donde el temple de la persona se pone a prueba es en el amor. El amor del P. Gil a Dios y al prójimo fue verdaderamente insigne. “Reflejo de su amor de Dios –ha escrito de él el P. Sebastián de Ubrique– era su caridad para con el prójimo como pudo verse todo el tiempo que estuvo en Sevilla, siendo capellán de la Cruz Roja, en la que se empleaba en visitar a los enfermos, consolar a los afligidos y preparar a bien morir a los que, consumidos por la enfermedad, dejaban esta vida. Amaba a todos sin excepción, y procuraba que reinase en todos la paz de Cristo.

 

Con sus hermanos de hábito vivió aquellos 18 días de asedio que los milicianos infligieron a los moradores del convento de capuchinos en Antequera, sometido a saqueos, atropellos y malos tratos. Fueron días de calvario, de continuos sobresaltos, de repetidas intimidaciones y golpes que prepararon al P. Gil para el sacrificio supremo de la entrega total de su vida por amor a Cristo.

 

Su disponibilidad para el martirio la dejó reflejada en esta carta que escribió el 11 de febrero de 1935, a Sor Inés del Divino Pastor, capuchina del convento de Córdoba: “Respecto a lo futuro, ¿quién, sino Dios, sabrá lo que ha de pasar?, orar, hacer penitencia y… alerta es lo único que por nuestra parte podemos hacer… Si la cosa saliera mal, que el glorioso arcángel San Rafael guíe tus pasos y los míos, y que en todo momento seamos de Jesucristo y le confesemos ante todo el mundo, que de esta manera le veneremos, aun perdiendo la vida, si el caso llega”.

 

La tarde del 6 de agosto, “a eso de las cinco y media –refiere el P. Angel de León– llegaron los milicianos diciendo: “Que salgan los gordos”, refieriendose a los Superiores… Acudimos todos a la capilla y comenzamos a rezar el rosario. Entonces entró en la capilla el P. Gil diciendo al P Guardián que salieran pues si no iba a ser peor”. El P. Gil fue el primero disponible en salir, sin demostrar arrogancia alguna, ni temor, mostrándose, más bien, lleno de mansedumbre. Mientras se dirigía por la explanada del convento hacia el monumento de la Inmaculada con sus compañeros rezando el Breviario, cayó abatido a tiros.